Obsolescencia de las máquinas de cortar el cesped
Paula Irupé Salmoiraghi
Ya no cortamos el pasto.
Pertenecen al museo las máquinas
podadoras: las manuales que giraban como trompos de cuchillas,
las eléctricas con alargues que se enredaban,
las a nafta porque ya no más combustibles fósiles,
las que aullaban
mientras dejaban tras de sí la prolijidad
de los suelos pelados.
Hemos aprendido a valorar la caricia
del yuyo que crece a su aire,
que roza nuestras rodillas, nuestros tobillos, quiźas
hasta los muslos, con suerte
acunadores de pasos y siestas verdes.
Festejamos la zarza y la menta,
la carne gorda que florece, el trébol
de tres o cuatro hojas, las abejeras,
las mariposeras, las campanitas blancas
que se descubren una mañana y al otro día
se han transformado en otra cosa,
las rocío, las lágrimas de San Lucía,
los malvones alocados, las enredaderas
de trompetas violetas que antes
solo dejábamos cubrir los alambrados del tren.
Hay unas hermosas cubresuelo que dan
frutillas rojas y amarillas que comen
los cascarudos, los mamboretás, dejamos
que el agua se encharque y nos destruya
las horribles ruinas de cemento y asfalto,
somos: les rebrotades, les felices verdes.
Ahora sabemos no mutilar ni dirigir.
Lo salvaje es hermoso porque crece
porque sí y donde quiere.
Ya no “tenemos” jardines: la pradera
y el humedal nos dejan habitarles.
Somos mariposa y colibrí,
somos zorzal que busca lombrices
debajo del compost, de la higuerilla,
del palam palam y la mburucuyá, venteveo
que lleva y trae semillas y agua, paloma
que aletea como gallina pero no cacarea.
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