martes, 22 de noviembre de 2022

“El olvido es un fruto que requiere trabajo”: Tareas heroicas, cansancio y tiempo de belleza quieta en Lejanas bengalas estallan de Carina Sedevich

 


ENCUENTRO NACIONAL DE POESÍA Y CRÍTICA 

Otra vez Trilce. La vanguardia mañana 

18, 19 y 20 de noviembre de 2022 / Buenos Aires, Argentina


Mesa 3: Mientras tanto. ¿De qué trabajan lxs poetas? Trabajo, dinero, tareas de cuidado y tiempo en la poesía latinoamericana. 


Coordinadoras: Melina Alexia Varnavoglou. Ova Incompleta (m.varnavoglou@gmail.com) Natalia Iñíguez. Ova Incompleta (nataliainiguez@gmail.com) 



“El olvido es un fruto que requiere trabajo”: Tareas heroicas, cansancio y tiempo de belleza quieta en Lejanas bengalas estallan de Carina Sedevich


Paula Irupé Salmoiraghi


Mi lectura de hoy de la poesía de Carina Sedevich se centra en su libro Lejanas bengalas estallan pero toma su título y algunos argumentos de otros libros de la misma poeta. Les leo, por ejemplo, de su libro Gibraltar, de 2015, el que me dio título:


El olvido es un fruto que requiere trabajo.

Casi siempre tardío, pero rara vez dulce.

No es uva ni es la parra donde pende el racimo.

No es como la sombra que daría la parra

ni como sus raíces contraídas y bruscas.

Se parece a la piedra del cantero y la fuente

que apisona la parra, que la ordena y la ciñe.

 

*

Hay que hacer saltar el olvido de un golpe

como a una piedra caliza en la cantera.

Que se entibie en la mano que quiera tallarla.

Sea opaca a los ojos. Sea venérea y ajena.

 

*

 

Una piedra tan blanca es casi como un niño.

Casi un sacramento para mí.

Inclino mis huesos como panes ácimos

sobre cunas que guardan el amor ajeno.

Qué fue de la ternura que pude sentir.

La siento en la garganta bajar como una hostia.


Veo en este y en otros poemas de esta autora santafecina, residente en Villa María, Córdoba, rasgos de un modelo heroico femenino que vengo rastreando hace años desde que empecé a odiar a los Teseos, Perseos, Ulises, Míocides y otros valientes guerreros con estatuas en los parques y relatos machacantes que formatean todo nuestro modo clásico de narrar historias y admirar gente.

Lo heroico, como arquetipo, como representación mítica de lo que la cultura occidental europea nos heredó, estudiado por Joseph Campbell en El héroe de las mil caras, se caracteriza por el recorrido lineal, potente, individual y siempre exitoso de un sujeto guerrero que abandona su hogar para partir hacia el universo de la aventura y retornar para ser premiado y reconocido. Este camino del héroe, aunque incluya dudas, obstáculos, equivocaciones y reparaciones, deja afuera toda tarea “menor”, paralela, subalternizada, artesanal, comunitaria, anónima, múltiple, de cuidado, es decir, femenina. El espacio de la heroína (encarnada en cualquier cuerpa) no es lineal, no abandona un lugar para ir a otro, no lucha contra monstruos ni seres antagónicos calificados como “el malo”, no otorga premios para sí misma. La heroína no es fuerte ni invencible (si lo es, no es una heroína sino un héroe), no combate en guerras fratricidas (que todas lo son), no mata, no triunfa sobre otres. Sus poderes son la paciencia, la ternura, la suma y la multiplicidad, el deslumbramiento ante la belleza y la felicidad, la ronda, el canto, la memoria, la narración, la reproducción y la creación en todas sus formas circulares, adiposas, rebrotantes, tentaculares.

Ser poeta es ser heroína. Ser escritore, narradore, docente, estudiose, mapadre, sembradore, músique, artiste, es ser heroína porque el trabajo amplio y realizado siempre en grupa consiste en reconocer, valorar, teorizar y transmitir la felicidad de lo heroico, de lo hecho, lo que hacemos, lo que estamos y seguimos haciendo, para bien y gusto de la comunidad de les comunes, sin pasar por encima de nada ni nadie. 

Como cuerpas humanas leídas y criadas como “mujeres” conocemos los muchos mandatos y deseos, “apenas una ruta señalada” en el primer poema de Lejanas bengalas estallan, que nuestra cuerpa anida o acuna y nuestras poemas denuncian o transforman en canto. Somos, todavía, esa suma de ataduras y libertades que nos moldean y nos embarran aunque queramos sacudirnos, aunque racionalicemos y ordenemos por prioridades las luchas y los objetivos, aunque lleguemos a tantas victorias y planeemos, juntas y por propia voluntad y decisión, más metas y más círculos de poder amoroso a los que acceder y compartir. 

Le hablamos a la hija y a la madre como si fuéramos una sola, por necesidad, por reparación, no porque nuestros padres o nuestros hijos varones no sean dignos de ser nuestros iguales o nuestros interlocutores sino porque “la hija” y “la madre”, como figuras, como modos de vivir, necesitan que las alimentemos y les demos entidad de heroínas. Así sucede en el primer poema del libro que nos ocupa: la voz que dice yo en el poema y aquella a la que nombra “hija” son “como dos pájaros domésticos unidos por un hilo y un anillo/ (...) del mismo tamaño/ cuando miramos las flores de los árboles”. Tratando de hilar ese continuum lésbico que nombró Adrienne Rich, soterrado y silenciado por siglos, sabemos que “Tu corazón cabe en mi puño,/ pero también cabe el mío.” (p. 11)

En el tercer poema de Lejanas bengalas, conocemos el universo que conoce la heroína: vegetal, florido, doméstico, barrial y, a la vez abarcador de mar, puerto, extranjería y cuerpa de hija no parida pero creada y necesaria:

3

Margaritas, crisantemos, astromelias.

Conozco el mundo cruzando la vereda

hasta la florería de la esquina

con la hija que no tuve

de la mano.


-Sobre el mar, en Finlandia, llega al puerto

una gran barca que se llama Eira.

Hubiera sido un buen nombre para ella.

Y ese azul mustio, que lo lame todo

hubiera sido el jugo de sus ojos.

Hubiera sido blanda y alunada.

Hubiera peinado

su melena con agua.


Es este mismo modo de unir lo diverso, encontrar puntos de comunión y ampliar en círculos concéntricos el territorio del amor el que vemos en versos como: “El pasado/vive amablemente/ entre las cosas” o “Muy lejos del mar/percibo en mis manos/ el olor de la sal.”

Los objetos mágicos de la heroína, sus ayudantes, son el agua que “se aclara mansamente/cuando decanta la tierra”, la música de las cigarras y del viento piadoso, la hojarasca que “se deshace/ y se unce con la tierra/ bajo el árbol”, una luna, una gata.. Por ejemplo, en un poema de otro libro de Sedevich titulado Escribió Dickinson (Alción Editora, Córdoba, 2014): 

Dispongo una manta a los pies de la cama.

El fulgor de la luna en la ventana

se disipa cuando cierro los postigos.

Escucho a mi gata mientras bebe

de una taza olvidada en la cocina.

La noche entre las dos es agua dulce.

El corazón no se recoge ni desborda.

Comprendo que la soledad, como el amor,

transcurre mejor para un espíritu austero.


 La heroína se identifica e intercambia sonrisas con los “pobres seres de barro que se parte” como el pájaro bermejo, el benteveo que calla sobre un cable o el hombre cuya tarea infinita es limpiar el excremento de los tordos y los viejos chicles pegados en la vereda de la escuela.

En este poemario , la maternidad no es un camino de éxitos y reconocimiento ni de sacrificios y penurias, sino una verdad monstruosa e imposible de abarcar. Como todo lo heroico femenino, no tiene culminación ni posibilidad de renuncia, ni tablero donde anotar los puntos, los porotos, la seguridad de haber hecho todo bien:


El niño que crié

-y que recuerdo

desde la intimidad de los aromas-

en esta noche es un extraño.


Olvidaré esa verdad monstruosa.

Me engañaré mil veces

abrazándolo.


Él cabía en mis brazos.

Y en sus ojos, cuando me miraba,

cabía todo el universo.


La heroína que poemamos no es un héroe todopoderoso, con una meta única e indiscutible, normalizada, naturalizada, cuyos logros serán premiados por agentes externos y autorizados a dar corona, oro o doncella. La heroína se cansa, se aburre, pierde el norte, engorda, registra detalles epifánicos, narra la historia del mundo pequeño que es enorme, hace música con los gritos de todes, abarca tanto que ya no tiene ganas de apretar, se amucha con tantos seres de luz o de les otres que ya ni se acuerda dónde tiene que mear o dormir la siesta: “Dice el poema: demasiada verdad me desconcierta”. 

El trabajo de la heroína es una actividad múltiple y rizomática, lo que vale decir que su día tiene 72 horas bígamas o tripartitas, su energía se alimenta de tomacorriente de heladera o lavarropas, su decisión se renueva a fuerza de abrazos, mensajitos pedorros o patadas voladoras al reflejo en los ventanales. Veamos como muestra un poema titulado “Mi vecina ha lavado ropa oscura”:


Mi vecina ha lavado ropa oscura

y la ha extendido en una cuerda al sol.

Admiro la coherencia del conjunto.

Me regocija

la pulcritud de mi vecina:

la economía con que ordenó el tendido

y dispuso los broches de madera

sin encimar las prendas

ni estirarlas.

Solía tender cuando tenía un patio,

un hijo pequeño, un compañero.

Fui dulce y cuidadosa con sus ropas.


La tarea es mínima y desmesurada, a la vez. Hay derecho a estar cansada, a fallar, a no reiniciar tan pronto, a dar media vuelta, a quedarse quieta en el centro de la casa y/o el multiverso, a dejar que el culo pese y enraíce. Después, a lo mejor, volemos y cantemos porque este poemario, con epígrafe de Pasolini, desea que “vivamos como los pájaros del cielo y los libros del campo” (p.31) y la heroína desea, contradictoriamente, con intensidad y con miedo, con los ojos abiertos como los peces muertos de este otro poema, desea y sostiene su deseo:

Los chinos saben matar un pez

con varas de bambú

en la garganta.

El pez no cierra los ojos

ni se aquieta

mientras desprenden

sus escamas.

Los chinos saben

de las emociones

que estanca la muerte

en cada víscera.

*

Deseo a veces

la suerte de los peces.

Algún destino útil,

de alimento.

Ya lo he comprendido,

sin embargo:

hay veneno también

en mi deseo.


Para Sedevich, estos poemas son un tiempo en que el “corazón está en calma: todo acaba” y se puede dejar ir al hijo varón mientras “lejanas bengalas estallan (...) y quién sabe si volveré a verlo”. El momento recortado por las palabras ocupa un lugar de belleza quieta, de epifanía animal, vegetal y mineral. El conjunto de versos es “la hija” con la que nos quedamos, esa yo que a la vez es nuestra madre y toda la línea de heroínas que nos precedieron y que nos esperan. Nos hemos parido y acunado a nosotras mismas, nos felicitamos por eso, nos sentimos orgullosas de ser fruto de nuestros esfuerzos contra corriente, pero necesitamos paz, mecedora y canción, perdón y autocomplacencia, musitar que es música y musgo silencioso, conjuro que es sabio y sagrado y nos recuerda que, aunque nuestras madres y abuelas fuesen sumisas al orden patriarcal y nos dijesen yeguas malparidas y zorras atorrantas, están con nosotras en la línea no solo teórica sino umbilical del linaje materno recobrado y resignificado postfeminismos, postpandemia y postmorten de todas ellas, tan jóvenes, tan artríticas, tan cáncer de útero. En Sal de mar escribe Sedevich:


La madre mece al bebé

pero musita

un conjuro ancestral

para sí misma.




Muchas gracias.


Noviembre 2022.



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